Meando en la oscuridad

Esta entrada pertenece a la serie Islandia
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Nuestro hostal en Grundarfjörður estaba bastante bien. Presenciamos un atardecer bastante chulo, y salimos camino a Reykjavik y con unas cuantas paradas planificadas para nuestra última gran excursión.

La primera parada iba a ser la caldera de un volcán, pero desistimos para ahorrar un poco en kilómetros. En el camino sin embargo nos encontramos una cueva a la que se podía bajar en escalera de caracol, pero sólo con guía.

Fue una pena que no estuviese en la guía, porque no había plazas (había que reservar), y nos perdimos bajar con los enanos.

Seguimos nuestro camino hasta otros campos de lava, donde nos esperaban según otros viajeros unos túneles menos concurridos.

Así llegamos a los campos de lava donde, después de muchas vueltas y de perdernos dentro de un camping, encontramos una de las temidas carreteras marcadas con una “F”. 7 Kilómetros sólo aptos para 4×4 que se interponían entre nuestra furgoneta con tracción a 2 ruedas y la cueva prometida.

Por supuesto, íbamos de “sobrados” después de la experiencia en los fiordos del oeste. Nada podía detenernos en nuestra flamante furgoneta y seguimos adelante. En más de una ocasión pensamos que la idea no era buena (en alguna cuesta con mucha gravilla), pero al final llegamos.

La mala noticia era que los peques no podían  bajar, así que el primer turno lo hicimos los chicos (Jordi y Sebas), con las super-mamás esperando en el coche.

Lo más cómico y estresante de la situación es que no teníamos linterna…y nos alumbrábamos con el móvil de Sebas. Tiene una aplicación que mantiene el flash de la cámara encendido todo el tiempo, consumiendo la batería en poco tiempo, así que a medida que bajábamos nos alumbrábamos por turnos e íbamos controlando el porcentaje de la batería que quedaba. Bajamos con un 66%y decidimos volver atrás cuando nos quedásemos a 40% o estuviésemos en oscuridad absoluta.

Avanzamos unos 500 metros entre rocas desiguales y cortantes. Muchas se movían cuando apoyábamos el pie, y para complicarlo todo aún más empezamos a encontrar lapos de hielo entre las rocas. Y nosotros con un móvil como única linterna. Para haberse matado.

La verdad es que teníamos la seguridad de estar haciendo una burrada, pero estar haciéndolo de ese modo precario y en un lugar donde tan poca gente se aventura, nos hacía disfrutarlo como enanos.

Y por fin llegamos a la oscuridad total, y apagamos el teléfono.

Genial.

Sólo había una forma de mejorar la experiencia, así que nos dimos las espaldas y meamos en aquella cueva que quedará en nuestros diarios como el lugar más raro en el que jamás hemos dejado nuestra huella biológica.

Salimos de ahí y tras contarles la experiencia, nuestras mamás (que para algo son mamás), declinaron prudentemente bajar a semejante sitio.

Superamos la carretera F una vez más para salir de allí y nos fuimos a ver la última atracción de día: las cataratas Hraunfossar.

La verdad es que pasamos poco tiempo allí, porque el enano estaba resfriado y no queríamos exponerlo demasiado tiempo al viento.

Y por fin, después de completar la excursión, fuimos a Reykjavik. La carretera nos ofrecía sus últimos paisajes y una última sorpresa: un túnel submarino de 2,5 kilómetros que nos permitió hacer la “inmersión” más original que tenemos registrada (con furgoneta incluida).

El hostal que encontramos en Reykjavik (gracias a Sandra, que ha hecho de guía estupendamente todo el viaje) merece un post aparte. Antes de llegar, eso sí, lavamos nuestra furgoneta antes de devolvérsela a la agencia de alquiler. No era obligatorio, pero viendo la foto, se entiende que nos diese vergüenza entregarla como la dejamos.

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