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Nuestros días en está última parada fue de lo más insulso, la culpa la tenía el tiempo. El pueblo estaba bajo la influencia de un microclima de lo más asqueroso, justo debajo de una nube perpetua que hacía que no parase de llover y que la humedad se te calase hasta el alma. El pueblo estaba en un entorno muy bonito pero lo hubiésemos disfrutado más con un poquito de sol.
Ese día lo dedicamos a comer fuera para hacer algo y a comprar. Fuimos a Egilsstadir y siguiendo las recomendaciones de la guía fuimos a comer un lugar llamado Giltihús Egilstödum. La comida era excelente, la decoración muy bien cuidada (es el primer lugar que tiene cambiador de enanos con pañales y bolsitas para los pañales sucios, una pasada!), pero lo mejor era el lugar.
Caminando fuera del restaurante-hostal y bajando un pequeña montañita llegabas a un lago, con una casa abandonada y unas bonitas vistas. El agua, como no, estaba helada.
Después de nuestra suculenta comida y ya relajados (las camareras no tanto porque los enanos dejaron el lugar lleno de migas de pan) nos fuimos a comprar comida para la cena.
La conclusión es siempre la misma, no hay pescado de calidad, está todo seco, envasado o ahumado y la carne da un poquito de miedo.
Estábamos contentos porque en Egilsstadir no llovía y nos dirigimos al hostal con ese estado de ánimo. La alegría duró poco, porque a medida que nos acercábamos al hostal, empezaba a llover… y no paró en toda la tarde, la noche y la mañana siguiente.
Por lo menos durante la cena pudimos cambiar impresiones y algunos consejos con una pareja de madrileños. El mensaje que más nos caló fue “Lo de las ballenas en Husavik no vale la pena”.
Al día siguiente nos faltaban piernas y brazos para cargar las cosas en la furgo y salir huyendo del lugar, convencidos de que fuera de aquí haría mejor tiempo.
No nos equivocamos.