Esta entrada pertenece a la serie Argentina
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Desde Astica fuimos al «Valle de la Luna», llamado así por su similitud con la superficie lunar.

El viaje fué bastante tranquilo. Tomamos algo calentito a la entrada del parque. El recorrido se puede hacer en autobús o en tu propio coche, siguiendo al autobús.

Entre los artesanos que vendían un poco de todo (y casi siempre de lo mismo: dulces, cosas de cuero, cosas hechas con madera de cactus y cosas decorativas con poco o ningún mérito estético) encontramos uno que vendía dulces regionales, y que nos contó que eran una cooperativa que recibía ayudas desde Catalunya (estaban superagradecidos por ello a todos los catalanes).

El paseo fue largo (40 km en 3 horas) pero genial. El nombre le va que ni pintado al valle. Descubrimos que era mejor ser los últimos de la caravana para poder ir a nuestro ritmo y parar donde nos diese la gana a hacer fotos.

Lo único malo del viaje fue la companía de un grupo de turistas argentinos bastante maleducados (ellos y sus hijos). La verdad es que casi nos amargan algun momento, pero supimos distanciarnos.

He aquí algunas muestras de lo que vimos:

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Las últimas piedras que vimos eran rojas y altas (tipo «Cañón del Colorado»), anunciando lo que sería el dia siguiente: El Parque de Talampaya.

La noche la pasamos en Pagancillo, en una casa con 4 habitaciones y un tipo muy muy raro llamado Cesar, que no sólo dejó de «vigilante» a una niña que no parpadeó ni un momento (mirando a su teléfono móvil en el que tecleaba como frenética), sino que apareció «por sorpresa» a la mañana siguiente.

Esa noche sin embargo cenamos bien (y sin Cesar) al fuego de la chimenea, sobre la que mi padre hizo unos riquísimos bifes de chorizo.

Tras el susto con Cesar, salimos hacia Talampaya.

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